El juego lejos de avanzar recula en aspectos básicos de la actividad que son los llamados a dinamizar el negocio. Cuando han transcurrido cuarenta y cinco años desde su legalización las administraciones ponen la marcha atrás al sector. Le obligan a retroceder, le restan los pocos medios de promoción que tenían y lo amordazan para que no pueda decir ni pío. Para algunos gobiernos autonómicos el juego debe desenvolverse en un plano opaco, oscurecido, sin pizca de proyección social.
Se está llegando al extremo del ridículo más pueril cuando se trata de anunciar una actividad desde el local donde se desarrolla. Hay territorios en los que para las autoridades en la fachada de un bingo únicamente cabe ésta palabra. Ya no se permite otra referencia. Ni bingo electrónico, ni otras modalidades ni publicitar las alternativas en cuestión de máquinas o ruletas. Los servicios que ofrece la sala son silenciados por considerarse que representan una incitación perniciosa para la ciudadanía.
De hechos de ésta naturaleza, que se vienen imponiendo en no pocas autonomías, se desprende hasta que grado de desvarío se está llegando con el juego, cuantas barrabasadas sin sentido debe soportar y hasta que punto de ocultismo quieren condenarlo algunos. Que han hecho del juego una diana propicia para lanzar sobre ella los dardos de su sectarismo, de sus fobias más obsesivas y de su interpretación dictatorial de la libertad empresarial. Todo propio de una ideología esclavizante.