Hay que tenerlo muy clarito. Y aceptarlo sin aspavientos porque está bendecido por los que mandan. Aquí los controles cada vez más férreos, exigentes y asfixiantes son para el juego privado y sus establecimientos. Los que están de manera permanente bajo la lupa de la observación más contumaz y exhaustiva, más en plan tocapelotas. Los que son tratados administrativamente como locales presuntamente peligrosos, focos de golfería, lugares de pecado.
El control policial, la mano dura, el identifíquese usted y enséñeme lo que haga falta, hasta cierto punto por supuesto, queda para el bingo, casino o salón. Los juegos públicos o semi son la otra cara de la moneda. Para este segmento de las prácticas de azar ni hay vigilancia, ni inspecciones, ni documentos, ni ojo que todo lo ve y lo supervisa. El descontrol está servido en todos los órdenes. Nadie se inmuta cuando un menor entra en una administración de lotería y compra un billete. O cuando adquiere un boleto del rasca a la puerta de su cole. Entonces la noticia no salta, o se atenúa en su gravedad o simplemente se silencia. Las cargas de profundidad hay que lanzarlas contra el oro lado.
El descontrol de los juegos públicos y semi no se limita a éstos casos denunciables protagonizados por menores. Es que se extiende a la venta de cupones de la ONCE en todas partes lo mismo que la lotería. Entran en bares, restaurantes, mercados, puertas de hospitales y allí donde exista trasiego ciudadano. Con total descaro y sin empacho de ejercer una competencia desleal. Contando con el aval y la vista gorda de unas administraciones prestas para asfixiar al juego privado y complacientes y genuflexos ante el público y semi. La doble moral asquerosa propia de la clase política.