Una suerte sería, vaya que sí, que nos tocara el Gordo de Navidad. Puestos a pedir nos conformaríamos con un pellizquito, algo suficiente para acabar con la dichosa hipoteca de una vez por todas y hacerles unos buenos regalos a hijos y nietos. La ambición de cualquier índole es deseo que queda para los más jóvenes, los que pelean en todos los campos por un futuro despejado y triunfador. A los que estamos doblando la última esquina de la vida ésta aspiración dejó de espolearnos hace demasiado tiempo y no nos quita el sueño, porque ahora más que sueños nos desazonan las pesadillas.
No obstante no estaría de más que la suerte nos acompañara con motivo del Gordo. Un premio económico, independiente de su cuantía, alegra el cuerpo y engorda la cartera, es señal de júbilo e invita al gasto inesperado, al capricho al que habíamos renunciado y a la sorpresa que lograremos hacer cumplir.
Escrito tan largo prolegómeno no estaría de más que la suerte nos acompañara evitándonos ser auténticamente machacados por la publicidad del Gordo de la Lotería. Cuando tantísimo se censura, demoniza y prohíbe el juego, privado naturalmente, resulta cínico y obsceno al mismo tiempo éste alarde publicitario de Loterías del Estado. Tras el buenísimo de los mensajes y la apelación a los más tiernos sentimientos late una descarada invitación al consumo del juego, un juego blanco y limpio, desprovisto de impurezas y no como otros que son pura adicción y golfería. Dicho esto sólo me resta una petición: ¡ Que dejen de atormentarme con la cansina, repetitiva y atosigante publicidad del Gordo ! Y sé que no me sonreirá la suerte. En ninguno de los sentidos.