Cada día recibimos noticias de actos públicos que se realizan sin las más mínimas acciones de prudencia para evitar nuevos brotes de la pandemia. Hemos pasado de las medidas más estrictas, del extremo rigor en el cumplimiento de una serie de normas proteccionistas a la más completa de las relajaciones. Prescindiendo de las mascarillas, no respetando las distancias de seguridad, haciendo tabla rasa de cualquier tipo de recomendación para no tentar al bichito.
Los españoles somos muy dados a los extremos. Pasamos del blanco al negro con una facilidad que asusta. Solemos hacer caso omiso del término medio, ése que nos aleja de los comportamientos radicales. Y con el Covid-19 estamos dando un buen ejemplo de ello. De acuerdo que existen por parte de la ciudadanía unos deseos legítimos de recuperar la normalidad perdida hace demasiado tiempo. Pero ése anhelo compartido no puede nublarnos la razón ni dejarnos llevar por la irresponsabilidad de la que nada positivo puede extraerse. Cada día se anuncian más actos públicos, más manifestaciones que congregan en torno a las mismas a un crecido número de personas. Y no pocas de éstas acciones se realizan sin protocolo de seguridad, sin medidas de prevención y control y haciendo la vista gorda ante irregularidades flagrantes que merecen ser denunciadas. Debemos ser conscientes de que la lucha contra el maléfico bichito no ha terminado, que los focos de contagio subsisten, que la amenaza es latente. Ignorarlo es jugar con fuego y ahí todos corremos el peligro de abrasarnos. No tenerlo en cuenta es pura insensatez.