Anoche soñé que estaba en una isla desierta. Todo el mar inundaba mis ojos, el cielo era de un azul trasparente y blanquecino y había en el aire una sensación de calma que te inspiraba sosiego y ganas de fundirte con un paisaje tan sugerente, tan lejos del mundanal ruido. El tiempo estaba detenido o eso al menos parecía ante tanta quietud y silencio sólo roto por el vuelo y graznido de las aves que daban el único signo de vida visible.
Eche a andar en busca de lo desconocido, de compañía y calor humano. Tras una larga caminata en la que sólo encontré el cobijo de los árboles, esbeltos y protectores de los rayos del sol, descubrí una casona que rompía la monotonía visual imperante. Arquitectónicamente no era gran cosa pero no parecían existir alrededor más huellas visibles de obra humana. Entré con ciertas precauciones y me encontré con unas estancias modestas y la grata sorpresa de muchos anaqueles con libros, los libros engalanaban habitaciones enteras. Y también en medio del curioseo pude localizar un viejo gramófono con docenas de discos de ópera y música clásica. Y el panorama circundante terminó de levantarme el ánimo al ver en la pequeña cocina una especie de pozo de agua fresca y un enorme cesto con frutas exóticas de toda condición.
En ésta situación nunca vivida hasta entonces pensé: Tengo que hacer realidad éste sueño maravilloso y debo quedarme paladeando la soledad y disfrutando de ella, de la lectura y de la música, olvidándome para siempre jamás de ése otro mundo irascible, egoísta y cínico donde mandan la falsedad, el ruido y la mentira. Desperté y me tomé dos Valium para tranquilizarme. Había sido demasiada felicidad.