En la medida que el teléfono de uno suena cada vez menos caemos en la cuenta de que hemos ido perdiendo amigos, gentes que ocupaban un lugar en nuestro pensamiento y corazón y que ya hicieron el recorrido que marca el punto final de la existencia. Y la verdad es que éstas ausencias, que en los últimos tiempos se han hecho dolorosamente ostensibles, nos dejan un vacío imposible de llenar porque con ellas se van diluyendo recuerdos y vivencias que adquirían temperatura humana, calor de inmediatez, al ser rememoradas por quienes las protagonizaron.
Al quedarse uno a solas con los recuerdos, al no poderlos compartir junto a los que fueron vividos nos queda una sensación de orfandad y las propias evocaciones que anteriormente parecían cobrar una vigencia de vísperas comienzan a palidecer en la memoria, se tornan difusas y llegan incluso a entremezclarse o ser objeto de imprecisión.
Con los amigos que son verdad y no frase hecha, con los que te has fundido en un abrazo hecho emoción y afecto, con los que experimentastes sentimientos de dolor y ausencia resulta que se estableció una relación de mayor intimidad y acercamiento que con algunos miembros de la propia familia. Vínculos sólidos fortalecidos por el trato, por la afinidad, por la comprensión y el saber escuchar te han identificado con el amigo del alma. Al que te confiastes para hacerle partícipe de tus confidencias, de tus desengaños, de tus ilusiones y tus querencias. En todo esto pienso con la añoranza a cuestas y la mirada y el corazón puesto en las figuras, que siguen estando en la plaza mayor de la memoria, de los que se marcharon con el adiós del amigo para siempre.