Nos han metido, y llevamos ya un año, en las casas, en los despachos, en las oficinas. Pisamos la calle lo justo, vemos a los familiares y amigos de uvas a peras y nuestro universo personal está cada vez más individualizado, más encerrado en sí mismo, más desligado de la humanidad que nos circunda. Las reuniones de trabajo se han convertido en virtuales, las gestiones cotidianas suelen hacerse utilizando idéntica vía y las comunicaciones se alternan entre la pantalla y el móvil. Todo funciona en clave tecnológica aislando al individuo de su entorno habitual, convirtiéndolo en un solitario que se ve imperativamente apartado del tú a tú con el familiar, compañero o amigo, que comprueba como se van cerrando las puertas del calor humano, de la cercanía física, del mirar a los ojos y valorar el tesoro de una sonrisa.
Una universidad estadounidense revela en un estudio que las reuniones virtuales, la interactuación a través de las videoconferencias, el contacto visual para compensar la falta de cercanía causan estrés, provocan una situación de fatiga en el individuo y crean tensiones que pueden afectar psicológicamente.
Puede que el estudio aludido acierte en su diagnóstico. Más allá del mismo lo que la pandemia nos ha traído ha sido la imposición del confinamiento y la entrada en el reino de la virtualidad. Y por ése camino vamos en línea recta hacia la deshumanización colectiva, la pérdida de una cercanía necesaria e irrenunciable, la abdicación del trato personal que une, enriquece y emociona. La Tablet nos aleja de ése percibir la sensibilidad del que tenemos delante, de las relaciones que se manifiestan con su natural intensidad, de la calidez que es incapaz de traspasar la pantalla. Nos alejamos del contacto con los que nos son afines para enfrascarnos con la virtualidad. Terminaremos estresados físicamente. Y lo que es peor : más insensibles, con menor calidad humana.