Nos están acostumbrando desde el poder político, partiendo del gobierno central y derivando en los autonómicos, a salir de casa lo imprescindible, a retirarnos a hora temprana y ponernos delante de la tele, con las mismas cantinelas monotemáticas todos los días y las noches. Por imperativo estamos dejando de tratar a los familiares próximos y nos invitan a alejarnos de los amigos. No podemos desayunar en el bar ni darnos el gustazo de hacernos un homenaje gastronómico en el restaurante de siempre el sábado o el domingo. Hemos abandonado la idea de desplazarnos al apartamento o disfrutar de la casa del pueblo porque las fuerzas policiales nos lo impedirán y además nos pondrán una multa que escocerá al bolsillo. Tenemos más que complicado frecuentar los comercios para hacer compras necesarias porque sus horarios no pueden conciliarse con el laboral al que nos encontramos sujetos ocasionándonos serios problemas. Podría continuar enumerando restricciones, prohibiciones, imposiciones, decretos y normativas que limitan nuestra capacidad de movimiento, que reducen hasta lo increíble el marco de nuestras relaciones familiares y sociales, que nos diseñan una especie de pautas de comportamiento a las que debemos ceñirnos con rigurosa aplicación o de lo contrario asumiremos riesgos con la probabilidad de ser sancionados severamente.
Con la máxima docilidad y la más resignada predisposición nos hemos acostumbrado a un conjunto de medidas que coartan de manera fragrante el ejercicio de nuestra libertad, que restringen nuestros derechos y que teledirigen nuestras vidas. Todo se hace por motivos sanitarios y para preservar la salud de los ciudadanos. Lo preocupante es que ésta costumbre colectiva se está prolongando demasiado y lleva visos de alargarse. Con la complacencia de una clase política que le ha tomado gusto a la cosa y también se ha acostumbrado al ordeno y mando. Y los demás chitón. ¿ Como acabaremos de persistir éste estado de alarma permanente ? Jodidos seguro que sí. Y con la libertad hipotecada.