Autor

DESDE LA AVENIDA Juan Ferrer

Ciudades sin alma

28 de enero de 2021

Vivo en una ciudad, Valencia, con toda la hostelería cerrada. Todavía por la mañana, con el sol en lo alto dando calor y vida a las calles, con el ajetreo de los automóviles y el aullido de alguna sirena cuyo vehículo se come el asfalto, con el ir y venir de los transeúntes a los que no aciertas a descubrir tras la mascarilla te llega la sensación de que la ciudad aún muestra un cierto pulso dentro de la anormalidad que supone el poco trasiego de gente, la tristeza de las puertas bajadas en cientos de locales, el silencio que envuelve esquinas y plazas, la resignación colectiva que se palpa en un ambiente que es pura melancolía, caída de brazos y ausencia de sonrisas.

El panorama urbano muta totalmente al atardecer. Todo el mundo echó el cerrojo, las calles quedan huérfanas de gente, muchos coches dejaron de circular, el pavimento es un desierto y hasta el aire parece contagiado de un abatimiento general. Echas la vista alrededor y recibes la impresión de estar en una ciudad sin alma, una ciudad que renunció a su alegría, a la merienda de la tarde, al dry Martini al sonar las ocho es una ciudad que muere un poco cada día, que vive la pesadilla de la impotencia y la desesperación y a la que le cuesta levantarse para no ponerse delante de una realidad donde lo que prima es el miedo, la incertidumbre, la noticia desalentadora y la incapacidad que trasmiten quienes están llamados a proponernos soluciones.

Cuando te percatas de que resides en una ciudad sin alma es cuando caes en la cuenta de lo importante y necesario que es el bar del barrio, el del vermut, el carajillo y el menú del día. Y lo imprescindible que resulta el restaurante para darle gusto al paladar y saborear los dones de la vida. Y llegas a la conclusión que una buena parte del pulso de la ciudad depende de ésa hostelería que amamos y añoramos y que tanto maltratamos.