Está fuera de toda duda de que se ha aprovechado el Covid-19 para castigar al juego. Dependiendo del color político de sus gobernantes en algunas comunidades, caso de Cataluña por citar el más significativo, se ha llevado ése castigo al límite con el cese de la actividad. Y se ha perpetrado ésa barbaridad sin estar fundamentada en hechos probatorios o conclusiones de carácter científico o sanitario. Sin razones de fuste objetivas para justificar medida tan extrema, que condena a cientos de empresa poniendo en riesgo la viabilidad de muchas de ellas y manda a la antesala del paro a muchísimos trabajadores.
Las causas de éstas restricciones, que en determinados territorios son muy duras, obedecen simple y llanamente a prejuicios de carácter ideológico. Que se han venido manifestando mucho antes del desencadenamiento de la pandemia y traducido en regulaciones destinadas a coartar cada vez con más trabas el normal funcionamiento de las empresas del sector. El Covid-19 ha sido el pretexto ideal para seguir una operación de acoso y fustigamiento al juego que ha desembocado en el cierre de sus establecimientos o en limitaciones más que considerables para el normal funcionamiento de sus negocios, que no olvidemos arrastran una prolongada parálisis de cuatro meses y limitaciones horarias prolongadas o la inactividad por decreto en algunas comunidades con lo que esto conlleva desde la perspectiva económica.
Los causantes de éstas tropelías que se están cometiendo en contra de unos intereses empresariales perfectamente regulados y sometidos a los máximos controles no esconden su animadversión hacia el juego, su inquina y su odio. Son la pandilla de sinvergüenzas y desalmados a los que, llegado el caso, habrá que pasarles la factura electoral por tanto sectarismo.