En la urbanización del pueblo donde resido no han encendido éste año las luces de Navidad. Tradiciones al margen la medida resulta coherente con la situación que vivimos. ¿ Que hay que iluminar en éstos días ? ¿ Las figuras de los que ya no están entre nosotros, la tragedia de la residencia de ancianos, el desamparo del amigo que perdió el empleo, el cierre del bar de la esquina, la desaparición de la tienda centenaria, la tristeza que irradia la calle ? ¿ Debemos de encender las luces para ver con mayor claridad el miedo que sigue acechándonos, los abrazos que hemos perdido, los besos que quisimos dar y se han quedado en el aire ?
Estamos atravesando un túnel del que nadie puedo predecir cuando y como saldremos. Con cicatrices en el alma seguro que lo hacemos. Por eso es preciso, justo y necesario, que se enciendan otras luces, que nos invada una luminosidad de otra dimensión, que encienda la mecha de la esperanza. Una luz que hable de ayudas efectivas, no de palabrería hueca, para los que se han asomado al precipicio económico; de solidaridad real y no de mera propaganda para tratar de paliar tanta desolación e infortunio.
Los de arriba, los que mandan y nos desgobiernan, los que se llenan la boca con promesas que no cumplen están obligados al encendido de las luces de urgencia para que en muchos hogares prenda, al menos, la vela de la esperanza.
Solo me resta desearles que pese a lo atípico de ésta Navidad, una Navidad de ausencias, de distanciamientos impuestos, del miedo que no cesa y las incógnitas por despejar, se instale en sus corazones el milagro de la alegría de vivir en paz, salud y armonía. Y que atisbemos pronto un amanecer ilusionante.