Los periódicos, en papel o digitales, registran en sus páginas un empacho de política. No es de extrañar que en el caso de los primeros se vendan cada vez menos ejemplares. Si se aumentan a duras penas las tiradas no es por el atractivo del contenido informativo y obedece al regalo de una plancha, una tostadora o un cuchillo jamonero. La información política es exagerada en sus extensiones: noticias, declaraciones de sus líderes, estrategias de actuación, conflictos internos, cotilleos. Y teniendo como protagonistas a personajes de segunda o tercera división. No es de extrañar que el lector renuncie a su dosis de consumo periodístico por plúmbeo y reiterativo, por ausencia de amenidad y menos de originalidad.
Periodismo es contar lo que pasa, salir a la calle, auscultar a la ciudadanía. Y no todo es política. Más allá de lo que acontece en el parlamento o se cuece en los partidos hay mucha realidad social para divulgar, historias humanas cargadas de ejemplaridad que merecen trascender, méritos que resaltar y tomar el pulso a lo cotidiano que en ocasiones depara sorpresas y lecciones. Por no hablar de la necesidad imperiosa que existe de ocuparse con más intensidad y rigor de la cultura y de los temas que la vertebran, que son esenciales para contribuir a la formación ciudadana.
Periodismo es ocuparse de lo fugitivo que permanece y dura cuando es objeto de una sólida interpretación literaria. No se trata aquí de restarle prioridad a la política en la prensa escrita. Lo que habría que ir es a una dosificación del material informativo, a unos procesos previos de selectivización de la noticia, su entidad y su trascendencia, desestimando tanta hojarasca como se publica. El periódico en papel tiene ante sí un futuro incierto y comprometido. Tendrá que explorar vías para interesar y entretener al lector. El impacto político no sólo no basta, es que cansa y aburre. Y, por si vale de algo, también demanda de una escritura mejor.