Es triste reconocerlo: vivimos en un país, España para entendernos, desquiciado. Victima inocente de una clase política mediocre, soberbia y vacía, que se ha dedicado a cultivar el enfrentamiento, la factura social y ha hecho del revanchismo una moneda de uso corriente. Se ha procurado con ahínco y malsana tozudez desenterrar la imagen de las dos Españas, azul y roja, que nos está abocando al puro disparate.
En ese clima de desquiciamiento no resulta extraño que se esté perdiendo la chaveta y la sensatez. Y en lo que respecta al juego el tratamiento político y mediático que se dispensa a la actividad roza la esquizofrenia y es puro delirio.
Tanto es así que ahora las Comunidades de Madrid y Valencia anuncian su propósito de endurecer las sanciones a los locales que permiten el acceso a menores. Y piensan pasar de los 9.000 euros de penalización máxima a los 600.000. Han leído bien: 600.000 machacantes del ala y se han quedado tan anchos.
No hay que dejar pasar ni un solo menor a un salón de juego. Y los empresarios son los primeros interesados en cumplir a rajatabla la norma. Todos de acuerdo. Pero en lo que no podemos estarlo es en la barbaridad, en la desmesura, en el disparate colosal con tal de sumarse a las consignas populistas. Lo dicho: país políticamente desquiciado.