Mariano José de Larra dejó escrita aquélla inmortal frase: “Escribir en Madrid es llorar” que podría apostillarse haciéndola extensiva a España. Un país que invita al lloro al contemplar el espectáculo de la política, convertida en parodia y puro esperpento, con actores risibles que se asemejan a los antiguos charlatanes de feria que vendían elixires maravillosos por cuatro perras. País de puro llanto en manos de tipos mediocres y petulantes que han degradado el ejercicio de la política transformándola en la pista de un circo donde abundan los payasos.
País para lágrimas abundantes, de las que brotan en cascada, si giramos la vista hacia el juego. La imagen cotidiana se repite un día, el siguiente y el otro. Y siempre invariablemente con idénticas noticias que hablan de lo mismo: prohibiciones, endurecimientos de medidas, ataques desaforados, demagógica barata para dar y vender. Una cantinela que hastía y aburre, que asquea por su contumacia y oportunismo y también por su cinismo sobre el juego inmaculado y el diabólico con el que hay que acabar.
Es país para llorar, pero de bochorno, ante una escenificación general propia del vodevil más disparatado. Que en nuestro caso en vez de risa provoca llanto.