En un garaje de Sevilla de jugaba al bingo. La noticia ni alarma ni sorprende. Ni excita la menor curiosidad. A lo largo de muchos años los que estamos en la pomada del juego nos hemos acostumbrado a las noticias más peregrinas de semejante jaez. En la trastienda de un bar, en la asociación de vecinos del barrio, en el sótano del restaurante, en la residencia de jubilados y en el pisito de la señora María se cantaba bingo con tantísima desfachatez como alegría. Y no pasaba nada, y cuando pasaba había transcurrido la tira de tiempo. Esto ha venido sucediendo en Andalucía, de manera muy particular y grave, y en otros territorios donde también se ha dejado sentir con cierta intensidad la práctica del bingo pirata y del juego clandestino.
Lo que enerva de todo éste asunto, que es viejo y cansino, es la permisividad que se ha tenido y tiene con los individuos que hacen del juego ilegal una forma de vida, a los que no es les borra la sonrisa al cogerlos con las manos en la masa, porque son conscientes de que todo se salda con una sanción económica asumible y luego a continuar funcionando. Contrasta ésta lenidad con la severidad que se aplica a las salas de bingo, en las que en ocasiones por un quítame ésas pajas se levanta acta y se aplica una multa cuantiosa. Tamaña diferencia de trato, ¿es una invitación a ejercer la clandestinidad con todas sus consecuencias? No lo es per de verdad lo parece. No quiero ni imaginarme, por otra parte, la que puede armarse en un garaje con mucha gente dentro de surgir un incidente grave. ¿Se lo figuran? Pero no pasa nada, tranquilos: el juego clandestino sigue vivito y coleando.