El periódico El Mundo publicó recientemente un reportaje que daba cabida a las confesiones de un joven ludópata en periodo de rehabilitación. Y declaraba: “He usado la tarjeta de mi madre, he robado joyas en casa de los amigos, he quitado dinero de la cartilla de mi abuela, me he gastado el sueldo en dos días, han sido nueve años de adicción, estrés y ruina”.
Es tremendo el caso y no dudo de su veracidad. Situaciones de naturaleza semejante deben evitarse y ser combatidas a toda costa. Lo que enerva del asunto es su mensaje envenenado, que entra dentro de la campaña desaforada emprendida contra el juego desde distintos frentes políticos y mediáticos.
El reportaje en cuestión hace de una peripecia personal absolutamente lamentable una causa común. Dando la impresión que la mayoría de las personas afectadas por la ludopatía han robado a su madre, a su abuela, a los amigos y no han dejado de perpetrar barbaridades para satisfacer las demandas derivadas de su adicción.
Informaciones periodísticas como las que comentamos, que son pieza de escándalo al que juegan muchos medios generalistas, buscan hacer de la excepción algo normal. Un problema individual, de indiscutible gravedad, sirve para hacerlo extensible al colectivo de ludópatas. Y cabria preguntarse al respecto: ¿Qué porcentaje de personas enganchadas al juego roban a la madre, a la abuela y a los amigos? Uno, diez o cien casos similares, ¿son suficientes para vender la excepción como regla?
Aquí lo que prima es escandalizar a cualquier precio. Sembrar la alarma social y alborotar al gallinero. La realidad objetiva importa poco. Y la mierda contra el juego sale gratis.