Alguna vez si he caído presa del aburrimiento y no se qué decirme me hago la misma pregunta: ¿Para qué sirve el consejo de Políticas de Juego?. Y la respuesta resulta invariable: para nada.
En este país, España para aclararnos, somos muy dados a la creación de consejos, comisiones, delegaciones, grupos de trabajo ( es un decir ) y otros organismos de muy variada condición cuya futilidad es manifiesta. Nos chifla a los españolitos la escenografía de la reunión para charlar por los codos, exhibir nuestra gracia verbal, en la que nos regodeamos, discutir con el de enfrente por el simple ejercicio de hacerlo y finalizar la sesión con la sensación de haber perdido el tiempo pero muy ufanos por la perorata lanzada
Quisiera conocer, porque los desconozco y perdón por mi ignorancia, los frutos positivos que ha dado desde su constitución como tal el llamado Consejo de Políticas de Juego. Cuales son, si es que existen, sus aportaciones al juego desde el punto de vista de la mejora de sus regulaciones, la diligencia administrativa u otros factores de avance. De lo que me llegan noticias, muy difusas por cierto, es de una o dos reuniones anuales de intercambio de opiniones y discrepancias, que siempre son sinónimo de salud, y de que las comisiones de trabajo continúan, faltaría más, trabajando. Pero de hechos concretos, de medidas efectivas, de actuaciones determinantes, de eso no oigo hablar para nada.
El fracaso desde la vertiente de la pura eficacia de éste organismo ni es extraño ni pilla de sorpresa. El estado se ha convertido en un ente cómodo que huye de las complicaciones. Y en ésta función el presidente del gobierno es maestro. Y las autonomías se muestran celosísimas de sus competencias y basta que el vecino diga blanco para responder negro. Son una especie de virreinatos derrochones que reclaman su protagonismo y exhiben sus tiquismiquis. Y con semejante coctel entre unos y otros, ¿son imaginables acuerdos sólidos y constructivos?.
Me reafirmo en lo dicho. El Consejo de Políticas de Juego es un exponente más de la inutilidad de unos organismos que sirven de plataforma verbal para los amantes de la disertación lingüística, para los forofos de la controversia, pero cuyo balance final arroja un saldo tan negativo que es mejor olvidar. Por el coste inútil que supone.