Los ingleses viven en el reino de las apuestas. Es una tradición que data de muy antiguo tiempo y está arraigada en la sociedad. A los ingleses les gusta apostar por todo. Por los partidos de fútbol y las carreras de caballos; por la Fórmula 1 y el baloncesto; por estar en el euro, con libras, o decirle adiós a la unión; por el color del sombrero que lucirá Isabel II en Ascot o si el próximo hijo de los duques de Cambridge se llamará Ricardito o Pablito. En la City de Londres, en los pubs entre pinta y pinta de cerveza, en las oficinas y los mercados, en cualquier lugar se emiten cábalas y pronósticos sobre múltiples cuestiones de índole deportiva, económica, social o artística que muchas veces desembocan en la apuesta, en sacar del bolsillo unas esterlinas y experimentar la pequeña o gran emoción de ver llegar a la meta al caballo elegido, acertar con el gol marcado por Rooney o explotar de gozo al comprobar haber dado en la diana con el tono rosa pastel de la pamela de su graciosa majestad .
Bien mirado no resulta extraña ésta pasión de los ingleses por las apuestas, afición compartida por millones de ciudadanos que han hecho de su práctica un ejercicio familiar. Apostar para ellos es una costumbre, un hábito con denominación de origen, un ritual que entra dentro de lo que puede considerarse cotidiano. Algo así como un complemento menor del ceremonial del té de las cinco de la tarde, que se mantiene desde hace cuatro días, o sea del siglo dieciocho, más o menos como la inclinación británica, ya muy popularizada, por los envites.