El alejamiento, al menos transitorio, de Dilma Rousseff de la presidencia de Brasil abrió incógnitas sobre la legalización del juego en el país. La postura del actual presidente interino, Michel Temer, parece aplacar las incertidumbres suscitadas. El primer mandatario se muestra partidario de abrir las puertas al juego. Entre otras razones de peso por los millones que pueden ingresarse en unas arcas públicas canijas.
Las informaciones surgidas no dan pié para aseverar nada. Todos los procesos en países como Brasil están cosidos con alfileres y de pronto el proyecto puede seguir su curso o quedarse varado. No existen las suficientes garantías políticas y jurídicas que permitan establecer de antemano planes de actuación con la seguridad de que vayan a cumplirse.
Un ejemplo de ése clima de inestabilidad se está viviendo en Argentina con los bingos de Buenos Aires capital federal. Amenazas de cierres definitivos, huelgas de empleados y voluntad política de no renovar las licencias reflejan la incertidumbre que soportan los negocios del juego en éstos países. En el caso de los bingos porteños sometidos a discriminaciones tales como la prohibición de instalar máquinas de premio en sus salas que facilitaron su derrumbe económico.
Brasil fue escenario de estos vaivenes regulatorios en el año 2000. Cuando de golpe se prohibieron las máquinas que estaban autorizadas a funcionar en los bingos y los negocios, que habían tocado techo después de un estallido espectacular, cayeron con estrépito. En aquéllos días de turbulencia legislativa únicamente podían jugar las máquinas que estaban permitidas por decisión judicial. O sea que eran los jueces los que daban o no el beneplácito a según que máquinas, prohibidas por un decreto de la presidencia del gobierno. La política brasileña acababa con las máquinas y la judicatura facilitaba el visto bueno para algunas. No es difícil imaginar sobre que criterios se apoyarían tamañas decisiones.
Venezuela, años atrás con la irrupción de Chávez y sus gorilas, ofreció pruebas irrefutables de lo que cabe esperar de unos regímenes donde no existen garantías sólidas para cualquier proyecto. Que estará en última instancia sometido a los caprichos de una política errática, imprevisible y caprichosa, que pasa factura económica cuando quiere y extorsiona, y que somete a los empresarios al juego de las sorpresas. Casi siempre desagradables.