Desde joven una de mis debilidades más acentuadas ha sido la de tratar de comer bien. Estando a gusto por las buenas viandas puestas en la mesa y acompañado por el servicio de un personal atento y diligente. Este último requisito es algo que siempre he valorado de manera preferente. Y que hoy en día, al menos en lo que a Valencia se refiere, suele fallar con demasiada frecuencia.
Mi placer por la buena mesa está asociado a una lista no muy extensa de establecimientos. De los que he sido fiel cliente a lo largo de muchos años. Tanto es así que en algunos de ellos he conocido a dos generaciones de miembros de las familias propietarias e incluso a tres.
La nómina de locales asiduos obedecía al dominio de sus especialidades: unos sobresalían por sus mariscos y pescados; otros por sus carnes y unos terceros por sus arroces. No hará falta aclarar por tanto que mis preferencias han estado vinculadas a la cocina tradicional, a la que se basa en productos de primera calidad y no admite ni la trampa ni el cartón de la sofisticación, las salsas o los experimentos culinarios.
El drama gastronómico para mí comenzó cuando algunos de mis restaurantes de toda la vida han ido cerrando. Por jubilación o cansancio de los propietarios, porque la segunda generación no supo enfocar bien el asunto o por el hecho de que los tiempos son mutables y los clásicos de siempre no tienen excesiva cabida en el mercado de hoy. Lo cierto es que mi posibilidad de elección se ha ido reduciendo de manera progresiva hasta dejarme pocas opciones a la hora de comer de acuerdo con mis apetencias.
Me invade una ola de melancolía cuando evoco la estampa de unos restaurantes que ya no están. En los que disfruté del buen yantar y el mejor beber junto a profesionales que fueron verdaderos amigos por su saber estar y atender de los que guardo perdurable memoria. Restaurantes que fueron escenarios gratos de sesiones culinarias en las que no faltó casi de nada. Hubieron risas, besos, emociones, algún que otro disgusto que nunca faltan y, por encima de todo, un ambiente amable cargado de buenos presagios gastronómicos que el estómago agradecía hasta elevar el espíritu a las cimas coronadas por las burbujas del más excelente de los champagnes. Son recuerdos de sitios y gentes que permanecen anclados de por vida en las páginas reconfortantes de la existencia. Que en ocasiones no son demasiadas.