ONCE es la quinta mayor anunciante de España. Su volumen de inversión publicitaria rozó los 55 millones de euros en 2023. Figura por delante de Telefónica, El Corte Inglés o Volkswagen que ya es decir. Lo que significa que sus mensajes, que nos invitan a soñar despiertos y vivir los placeres de la vida y disfrutar de los sueldazos suculentos, nos han estado bombardeando literalmente en particular a través de las grandes cadenas televisivas.
Loterías del Estado ocupa el décimo lugar en el ranking de las firmas con mayor gasto publicitario, cercano en su caso a los 43 millones de euros, lo que tampoco es moco de pavo. Un porcentaje muy elevado de ésta partida se destinó a la campaña de navidad para costear las estampas sensibleras y lacrimógenas y compramos el décimo de la suerte.
Estos derroches del juego semipúblico y público, protagonizados por dos auténticos caraduras con suerte, la que les proporciona el manto protector de papá Estado, es prueba manifiesta del cinismo y la doble vara de medir que emplea el gobierno con sus juegos y los privados. Dando carrete sin límite a unos y amordazando a los otros. Lo de la ONCE y Loterías rebasa los parámetros de una tolerancia que en su caso es manga ancha, impunidad para actuar cruzando todas las fronteras de la prudencia y un acto de discriminación escandalosa entre lo público y lo privado.
No puede tolerarse que se criminalice, se abomine y se descalifique al sector en general como generador de males y adicciones, de erosionar a las familias y pervertir a la juventud y se inviertan cifras astronómicas en airear las bondades y el buenismo de los rascas, cuponazos, sorteos extraordinarios y euromillones. Esta es una política gubernativa indecente, vomitiva y desprovista del mínimo decoro. Lo que en modo alguno puede admitirse es la condena brutal de un juego y la bendición farisáica de otro. Eso no deja de ser un ejercicio de pura desvergüenza política.