Que un gobierno, el anterior tripartito valenciano encabezado por Ximo Puig, provoque que el TSJCV albergue serias dudas sobre la idoneidad del texto de su Ley del Juego es un dato elocuente de una mal disimulada animadversión contra la actividad, traducida en una norma que pone en duda la seguridad jurídica que debe desprenderse de la misma.
Que EUROMAT, la Federación comunitaria que defiende los intereses de la industria de las máquinas llame a las instancias europeas a que se pronuncien sobre la citada norma, en la que no se han respetado los procedimientos correctos respecto a su contenido y tramitación, hablan de la dimensión del escándalo que se deriva de la citada Ley.
La vergüenza del ejecutivo liderado por Ximo Puig viene dada por la inquina que varios de sus componentes expresaron públicamente respecto al juego. No se recataron en éste sentido manifestando su voluntad de implantar medidas prohibitivas para la actividad. Tanto fue su fanatismo ideológico y sus prejuicios sobre el juego que llegado el momento de redactar la norma adoptaron posiciones que chocan de manera directa con la seguridad jurídica que debe prevalecer, como regla esencial, en toda economía de libre mercado. Les cegó su sectarismo que rezuma odio y unos prejuicios de los que no logran ni quieren desprenderse. Y les faltó un mínimo sentido de la objetividad y abordar las disposiciones desde la óptica de la racionalidad y no de la tendenciosidad.
Las dudas razonables expuestas por el TSJCV sobre la Ley de Juego representan la vergüenza de un gobierno que obró mal a sabiendas. A lo mejor porque algunos de sus miembros desconocían el contenido de la palabra vergüenza.