El periódico gubernamental, que cada día que pasa lo es más y cuya parcialidad informativa resulta sonrojante, titulaba a cuatro columnas: "El Congreso abre una nueva era al acoger el uso de las lenguas cooficiales." Un titular ampuloso, propio de un publireportaje pagado, que lo está, de estilo decimonónico y con un sentido propagandístico tan descarado como indigerible para un lector medianamente culto. Que un diario que se autoproclama global abra su portada con un mensaje de tal naturaleza denota sin ambages el grado de servidumbre al que ha llegado con el gobierno. Por supuesto que previo cobro, a muy buen precio, de los servicios prestados, que son abundantes y cotidianos.
O sea que transformar el Congreso en un patio de trabalenguas, con sus señorías debiendo recurrir a los pinganillos para enterarse de chorrada arriba o abajo, y con traductores alucinados dando fe verbal de las chorradas, eso representa, de acuerdo con la interpretación del panfleto gubernamental, un hito que hará historia, que será recordado en los siglos venideros como un avance lingüístico y político sin precedentes cuya autoría hay que adjudi-car a un presidente de gobierno audaz y, sobre todo, progresista.
SÍ, un presidente que ha humillado a la lengua común que hablamos todos los españoles subordinándola a las exigencias de los nacionalistas que la odian. Que por asegurarse su permanencia en La Moncloa lleva al edificio de la soberanía nacional un espíritu aldeano y ridículo. Que dobla la cerviz e hinca la rodilla con tal del yo sigo, como Felipito Tacatum.
Hemos partido, para inaugurar la nueva era, del trabalenguas pueblerino y circense. ¿Que otra concesión que marcará época vendrá después? Cualquier cosa que imaginen, por disparatada que sea, se verá superada por una realidad absolutamente esperpéntica.