La máquina recreativa es la alegría del bar, la sonrisa de medía mañana, la emoción fugaz de un instante. Es el euro volandero que sobra y que sirve para entretener e imbuirnos del espíritu ganador que todos llevamos dentro. La maquinita del bar, la instalada en ése rincón que nos es tan familiar a costa de contemplar su imagen durante muchos años, es el escape efímero que pone la rúbrica al almuerzo o al aperitivo y sirve para romper la monotonía del momento y excitar la vena de la pasión que es siempre y en todo tiempo el ejercicio de jugar para procurarse un minuto de entretenimiento y, si es posible, ganar y miel sobre hojuelas.
La máquina del bar que frecuento en mi barrio, desde el que he visto pasar rauda la vida y agolparse los recuerdos, forma parte del paisaje interior de cada uno, junto con los conocidos o amigos de barra, con los que hemos compartido conversaciones, saludos y abrazos y con los que en ocasiones competimos delante de la maquinita por el simple placer de distraernos y, no hay que negarlo, comprobar de paseo si nos vemos agraciados por la diosa fortuna.
Sin la presencia de la máquina, estampa tradicional y duradera del bar, de cualquier bar que se precie de tal, la imagen del local aparece un tanto apagada. Hay que ponerle picante al bar, salsa de la buena que da gusto al paladar, vitalidad y música, y el estrépito alborozado de las monedas al caer en cascada que es un complemento imprescindible.
La máquina del bar, tan denostada y demonizada por lo tipos de siempre, es un aliciente vivo e ingenioso del establecimiento. Un producto técnicamente irreprochable que transmite una promesa de ilusión, pequeñita por supuesto, pero ilusión al fin y al cabo que, aunque fugaz, debe ser bienvenida y apreciada.
La máquina del bar, de nuestro barrio y nuestros amores, debe seguir ahí, en su lugar descanso, firme, segura y brindando un minuto de pasión. Y una ayuda el hostelero, Que en ocasiones es crucial.