Hablábamos el otro día del problema de hostelería que no encuentra camareros. O sea profesionales medianamente cualificados para desempeñar sus funciones. Y apuntaba la conveniencia de analizar el posible desequilibrio existente entre jornadas de trabajo y remuneraciones. Es algo que está ahí, como problema, y que la industria tendrá que analizar y tratar de solucionar más pronto que tarde porque de lo contrario el deterioro de los servicios, que ya se nota en muchos establecimientos, irá en aumento y se haré insostenible.
Por un lado está la falta de camareros que respondan a la condición de tales. Por otro y quizás como consecuencia de ésa ausencia de personal competente da la impresión de que se abre la puerta del trabajo al primero que lo solicita sin detenerse demasiado en el examen del perfil en cuanto a preparación y al aspecto externo.
Hace unos años habría resultado impensable entrar en un restaurante de cierta categoría y verte atendido por camareros de ambos sexos con peinados absolutamente indescriptibles, exhibiendo llamativos piercings en orejas y naricitas, mostrando orgullosos sus tatuajes estampados en brazos y cuellos y luciendo sus frondosas barbas los caballeros hasta casi emular la estampa de don Ramón María del Valle Inclán que era amigo de los cafés literarios y de sus atentos camareros.
Hubo un tiempo en que en hoteles y restaurantes de prestigio había una regla de oro para las indumentarias de los profesionales. Máxima pulcritud en la uniformidad y supresión de todo elemento externo que pudiera llamar la atención, por lo inapropiado, del cliente. Estas normas han quedado dinamitadas en la actualidad. Ahora entras en un establecimiento de postín y la primera estampa con la que tropiezas es la de unos brazos y manos que te sirven las gambas al ajillo y en las que puedes leer, tatuadas con mino y esmero, las palabras: "Te quiero tronco, eres la releche." Hostelería de hoy en posición de servicio. Y todavía hay que dar las gracias de que sea así. Empeorar se puede.