Me acuerdo con la mirada del niño que era entonces del barrio en que nací y viví unos años. Era aquél un escenario familiar, donde estaba la bodega, la tienda de ultramarinos, el horno y la pescadería que eran verdaderas referencias para los residentes de la zona. Conocíamos los nombres de sus propietarios, a los que tratábamos a diario, y más de una vez les pedíamos, en nombre de nuestros padres, que el importe de la compra lo apuntaran para pagar cuando se pudiera porque la economía familiar estaba muy debilitada.
Había un trato asiduo y cordial entre el vecindario, sin que faltara tampoco el cotilleo y algunas gotas de maledicencia. Pero cuando era cuestión de ayudar a alguien por tener problemas o pasarlo mal la gente reaccionaba con espíritu unitario y mostraba su cara solidaria.
El barrio invitaba a vivir mucho en la calle. Los chavales hacíamos de ella un lugar de juegos, agrupamiento y cambio de cromos o tebeos. Y si en la calle existía un solar, que en la época abundaban, los convertíamos en campos de batalla armados de pistolas y espadas de madera. Los partidos de fútbol se disputaban en plena vía pública, dado que el tráfico automovilístico era más bien escaso, y mandaban los tranvías, algunos pintados de amarillo y otros de azul según el itinerario que cubrían.
Las amas de casa solían platicar entre ellas en las aceras, camino de la compra del pan o de la fruta recién traída. Existía un ambiente de cercanía, de calor humano, en las gentes del barrio. Al que en verano acudía el polero con su carrito de helados al corte, o los vendedores de sardinas frescas y melones dulces como la miel que pregonaban a voz en grito sus mercancías.
El concepto de barrio que evoco se ha perdido en la mayoría de los casos. La despersonalización y frialdad de las grandes urbes ha matado el tradicional sentido de barrio. Los chavales ya no hacen de él su campo de operaciones para jugar o soñar. Y los mayores ya no se bajan sus sillas a la acera en los anocheceres de buen tiempo para charlar, tomarse una horchata y hasta jugar a las cartas. Viejo barrio fijo en la memoria pero difuminado por las nieblas de la modernidad. Perdonen la disquisición pero hoy estaba melancólico.