Confieso que soy fan entusiasta de la buena mesa. Que el ejercicio culinario, bien provisto de selectas viandas, me chifla. Y me gusta más si la cita en el restaurante es compartida con amigos fetén. Rehúyo de los ágapes masivos. No acudo a ninguna comida o almuerzo con numerosos invitados. Sólo accedo a convocatorias con personas amigas con las que me siento bien y me hacen sentirme del mismo modo. Si a éste hecho se le añade el muy importante dato de que la reunión gastronómica se verá realzada por una cocina de chuparse los dedos entonces el acontecimiento pueda alcanzar la catalogación de memorable.
En su momento entre mis múltiples quehaceres periodísticos estuvo la crítica gastronómica. Desarrollada desde un ángulo cordial, sin pretensiones sabiondas y bajo el simple prisma de un discernimiento enriquecido por la edad y la visita a numerosos restaurantes, entre los que se encuentran algunos de los que soy cliente habitual por espacio de más de medio siglo. Los años cuentan y mucho en esto. Solo por ello se algo es de hostelería.
Me enrollo con el tema por el hecho de evocar dos comidas magníficas que degusté felizmente junto a mis amigos Ignacio Benítez Andrade y Luis Blasco Melgares, éste último desaparecido desgraciadamente años atrás. El escenario fue el Botafumeiro, de Barcelona, enclave privilegiado con oferta adecuada para colmar de gozo a los paladares más exigentes. Venía también mi hijo José Ignacio, entonces un chaval, que se asomaba a las puertas de los templos con ofertas muy tentadoras capaces de llevar a la boca verdaderas exquisiteces.
En la mesa de Botafumeiro no faltaron los percebes, ni las ostras ni alguna cigala de tronco. Pero lo insuperable fueron unas cocochas que quitaban el sentido. Repetimos el mismo día, almuerzo y comida, en Botafumeiro, señal inequívoca de que nuestras expectativas se habían visto superadas. Por allí andaba, diligente, atento y fiscalizador del servicio José Ramón Neira, conocido popularmente como Moncho, propietario del local y hostelero de pro recientemente fallecido y que ha dejado huella perdurable por su gestión del negocio. Modelo de producto espléndido y servicio impecable. Sirvan éstas líneas de modesto homenaje a Moncho erigido en gigante hostelero cuya obra será recordada. Porque nada, o casi nada vaya, es comparable a una comida de quitarse el sombrero. Que así conste en honor de Botafumeiro. Y de Moncho.